lunes, 21 de julio de 2014

Gatitos: novela en 8 capítulos



1
Dos gotitas y dos rayos de sangre adornan uno de sus dedos. Uno de los rayos se ve bastante mal. No recuerda el origen de la trifulca. Tal vez no hubo ninguno. Siempre juegan fuerte, pero ahora tiene la sensación de haber escuchado gritos, de haber sentido náuseas del dolor. Intuye de dónde viene la sangre, pero ignora si es suya o de alguien más. Recuerda los ojos verdes aun, brillantes, pero entrecerrados. Una basura en los ojos cubiertos por una capa acuosa. Se pregunta si habrá estado llorando, si habrá sentido el abatimiento de la última batalla, porque todo indicaba que iba a ser la última, aunque nadie pudiera creerlo. El pelo negro húmedo con algo que no podía distinguir, algo viscoso. Respiraba con una dificultad enorme, parecía tener la lengua afuera. Dónde estaba el enemigo parecía preguntarse. Todavía tenía ganas de pelear. Pobre. Siempre tan ingenuo. Quién iba a pensar que los ojos se le apagaran en el auto, que dejara de pelear justo cuando subiera al auto. Antes intentó asirla con el último aliento, tal vez de ahí venga la sangre en su dedo. También piensa que antes de que todo sucediera ella había estado rara, con esos síntomas que no podía nombrar, que la hacían moverse de aquí para allá, sentirse nerviosa, asediada por los otros, irse a la terraza y quedarse ahí toda la noche, sobre todo si había luna. Pero lo trágico había ocurrido de día, casi a la siesta. Tiene la leve sensación de que él quiso cogotearla y que ella salió corriendo y pegó un salto para que él no la alcanzara -porque ella era mucho más ágil que él para algunas cosas-; y de ahí recuerda un montón de palomas y gallinas cacareando y la vecina gritando:-¡Enzo, Enzo! Y el ladrido estruendoso de un perro enorme. Se le erizó la piel, algo le decía que estaba todo mal. Se había despeinado un montón, de solo correr. Él ya no venía detrás suyo. Algo le había pasado, estaba segura. Después vio la cajita, pudo olerlo, y ya no quiso saber más nada con nada y se fue. No volvió.


2
Cuando Eloísa llegó a la casa del Negro apenas si se miraron. La pobre pasó días encerrada en su cuarto. Solo salía a comer. Lloraba todo el tiempo, salvo cuando por fin lograba dormir. Estaba traumada con la mudanza. Su carácter intimista, nervioso, desconfiado, le impedía relacionarse rápidamente con los demás, hasta con los de su misma especie. El Negro siempre tan alegre y sociable la invitaba a pasear, tal vez un poco torpe, pero el Negro era así: audaz, no medía las consecuencias de sus actos, no era de razonar demasiado, era más bien de una inteligencia intuitiva, se llevaba mucho de lo que escuchaba, olía, era muy atento, un cazador nato. Así también le fue después… El Negro era hermosísimo, de unos rasgos perfectos y elegantes, nadie podía evitar relamerse al ver su andar gallardo. Tenía un cuerpo musculoso y armónico y un mechón blanco que lo distinguía.

3
Con el tiempo se hicieron un ovillo. Pasaban de construcción en construcción. A veces se maltrataban, pero era parte de la diversión, como las familias grandes, donde reina la hostilidad y también se encuentra la armonía gracias a esa pizca de violencia doméstica que decora cada almuerzo, o momento, donde todos los integrantes se encuentran reunidos.
Eloísa había llegado a un punto en que quería comer todos los días lo mismo, por ejemplo: arroz con huevo y queso. Que nada en ella se inmutara. Salir a ver la mañana. Dar unas vueltas. No quedarse en ningún lado. Solo andar.
Había  estado en una casa donde había visto la muerte por eutanasia de un ovejero alemán; uno de los dueños, un niño de unos diez años, lloraba mientras comía ravioles con salsa. Había estado cerca de la vía, donde estaba lleno de basura y casas derruidas, y había visto un caballo que tiraba de un carro, echado de costado en medio de la calle, empacado y enfermo, y personas tratando de levantarlo. Después en otra zona periférica había visto un chico aindiado montado a otro equino que no tiraba de ningún sulky ni estaba mal alimentado. Le pareció lindo.

4
Recordaba cuando se revolcaba con el Negro desde el patio interno hasta el patio de afuera, golpeándose contra las mesas y las sillas y ella siempre quedaba a merced del Negro. No indefensa, pero sí disminuida. Finalmente, y a pesar de su fortaleza ella era tan solo una chica.
Eloísa se detiene en un autocine. Un montón de autos rojos descapotados. Parejas con peinados extraños de los 50’s se besuquean. En la pantalla una chica de pecho abultado, rubia, se baja a buscar un gatito negro en una fuente. Llama al tipo por su nombre, una, dos, tres veces. El hombre baja de un auto deportivo, parecido a todos los estacionados en el autocine. Fuma. Parece que no ha dormido. La chica tiene un vestido largo, negro y muy elegante. Se mete en la fuente. Camina por el agua. Parece feliz.
A Eloísa le cae una lágrima por la mejilla izquierda, gime.

5
En un viaje a Portugal, Eloísa cambia de nombre. Ahora se llama Gena. Una señora rubia que toma un jugo que tiene un olor fuerte y que echa humo por la boca la lleva de aquí para allá. Esa señora es algo así como su dueña. La ha encontrado en la ventana de su casa un día de lluvia torrencial. Desde entonces son inseparables. La señora le ha puesto un moño de terciopelo rojo en el cuello. Esta señora siempre lleva anteojos Jackie O para cubrir unas aureolas violáceas que se le hacen debajo de los ojos. Lo que más le gusta de esta señora rubia es que le da una carne anaranjada, muy sabrosa, que casi nunca tiene espinas. Entonces Gena, antes Eloísa, le retribuye aquel detalle durmiéndose en su regazo y dejándose acariciar.

6
Después de Portugal visitaron Inglaterra. Allí fueron a un lugar que todos llamaban museo. A Gena, antes Eloísa, no la dejaban entrar, entonces se quedaba en el auto con un señor que siempre estaba al volante y también miraba por la ventana todo lo que la señora rubia hacía. En ese lugar llamado museo la señora hablaba con mucha gente y se llevaba unos recipientes de cristal constantemente a la boca. Cuando la señora rubia se desocupaba de esos lugares llamados museo, por detrás de ella siempre salía un hombre armado. Varias veces subían con ella hombres y mujeres vestidos de formas más extraña que la señora rubia, con anteojos transparentes que parecían lupas, enmarcados en un plástico negro. Esa gente siempre olía igual que la señora rubia: a perfumes insistentes y a una sustancia poderosa que te mareaba. Una vez subió un tipito que Gena, antes Eloísa, nunca olvidará. Fue ahí, en Inglaterra, y después en Los Angeles, California –donde vivían con la señora rubia-, donde conoció al tipito, que era de estatura mediana, rubio como la señora, pero de pelo corto. Era un poco gordito. Usaba unos anteojos redondos con marco grueso negro, que tenían mucho aumento. El tipito hablaba como un señorito inglés. Tenía un tono agudo que subía y bajaba estruendosamente cuando decía algo gracioso. Hacía reír mucho a la señora rubia. Ella mientras tanto acariciaba el lomo de Eloísa, digo Gena. El tipito hablaba de unas telas enmarcadas que él pintaba y vendía a precios exorbitantes, se llamaban cuadros o pinturas esas telas. Al tipito le gustaba mucho el color, todas esas telas tenían unos colores brillantes que después Gena pasaba horas mirando en el living de la casa donde vivía con la señora rubia. Esas telas enmarcadas de las que hablaba el tipito se parecían a la terraza de la casa de la señora rubia por donde Gena tantas veces paseaba. Era algo que se denominaba piscina en algunos lugares y pileta en otros. Esas piscinas o piletas  que plasmaba el tipito en sus telas, o que había por todos lados en la zona donde se encontraba la casa de la señora rubia, eran estanques de distintos materiales, llenos de agua cristalina y fresca, o tibia, si era necesario. La gente las usaba en general para refrescarse. O simplemente para estar tirados en un costado, tomando de esos recipientes de cristal y todo el sol de la mañana. En el lugar donde vivía la señora rubia a la gente le gustaba estar de un color anaranjado que lograban pasando horas al costado de esos estanques, sin hacer nada más que absorber rayos ultravioleta, para que su piel quedara distinta, de otro color. Las telas que pintaba el tipito amigo de la señora rubia eran todas similares a eso. A Gena le gustaba verlas, porque pensaba que eran, incluso, mejores que las personas que veía haciendo eso. A veces iba del cuadro a la terraza y comparaba: nueve veces de diez prefería el cuadro del tipito. Igual era algo que no había reflexionado demasiado, solo le daba esa impresión.




7
Estaban en el sillón del piso que ocupaban con la señora rubia en una zona residencial de Los Angeles, California. Veían una película que siempre hacía llorar a la señora: era sobre un grupo de jóvenes que recién habían egresado de la escuela secundaria y se tenían que enfrentar a la vida adulta y a sus propios sentimientos. La canción principal de la película era instrumental. Sonaba un saxo que a uno le ponía los pelos de punta. Gena veía caer las lágrimas de la señora rubia por sus mejillas y desembocar en el vaso de ese jugo dorado que llevaba una y otra vez a la boca. Después de esa noche la señora rubia no volvió a despertar.

8
Eloísa, en algún momento Gena, se fue de la casa de la señora rubia un día en que la marea creció de tal forma que toda la ciudad quedó sumergida. Eloísa escapó en una lancha de goma a la que se aferró mientras la corriente la arrastraba. La lancha estaba sola, atada por una cuerda a lo que quedaba de un árbol. Eloísa mordió la cuerda hasta soltar la lancha. El agua la arrastró hacia lugares desconocidos. Cuando todo se secó volvió a ver lo mismo de siempre: un perro muerto en una montaña de chatarra, un par de zapatillas sucias y rotas en una vereda desolada y un montón de animales parados en dos patas haciendo tonteras. A veces se acordaba del Negro y se quedaba quieta hasta que el recuerdo pasaba. Un día, mirando una vidriera, vio al tipito amigo de la señora rubia. Se le acercó. El tipito no se acordaba de ella, pero le dijo qué linda, entonces ella se dejó acariciar. El tipito le compró comida y se fue.

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